viernes, 29 de febrero de 2008

 

ORO NEGRO, SANGRE ROJA


Principios del siglo XX. Un hombre dentro de un pozo en medio de tierras áridas busca algo que más tarde encontrará: petróleo, que por aquella época era la nueva gran sensación; ahora es la porquería que mueve al mundo.
Así comienza la minimalista pero poderosa epopeya de Daniel Plainview en Petróleo sangriento, la nueva película del minimalista pero poderoso Paul Thomas Anderson.
Cercano al avasallante carnicero Bill de Pandillas de Nueva York (Martin Scorsese, 2002), pero con más poder verdadero (y capitalizado), como el Michael Corleone de El padrino II, Daniel Day-Lewis entrega otra fabulosa actuación, lo que no hace otra cosa que confirmar lo que ya se sabe: es el mejor actor de su generación. El personaje, eje central de su propia historia, hace de su ambición y egocentrismo la coraza que lo protege de las circunstancias de la vida y de los eventuales errores en los que puede caer por su propia ira. El objetivo no es otro que convertirse en un magnate petrolero al que nadie le pueda tocar el culo. Claro que en el camino se las verá con quienes lo intenten, como el joven predicador pueblerino cuyos escrúpulos quizás estén en el mismo nivel subterráneo de Plainview.
En cuanto al director Anderson, al que nos referimos alguna vez en este blog (ver noviembre 2006) entrega su quinto largometraje, manteniendo una calidad cinematográfica que ya no es sorpresa pero sigue emocionando. Respecto a sus trabajos anteriores, en Petróleo sangriento se pueden observar varios quiebres: es su primer película con un guión adaptado de otra obra (la novela Petróleo!, de Upton Sinclair) que no sea su propia creación; acostumbrados a los escenarios intimistas de Magnolia o Noches de placer, vemos también por vez primera un desarrollo tan amplio en escenas exteriores, que le sale perfecto; esta vez, la historia queda fuertemente centralizada en un solo personaje a diferencia de sus trabajos corales y de los relatos simultáneos de los dos tortolitos de Embriagado de amor.
En lo que se mantiene, que es uno de los puntos neurálgicos de la excelencia de sus películas, es en la imperfección de los protagonistas; si el espectador logra alguna empatía con ellos, será con una cierta culpa. Nadie se va a identificar demasiado con un actor porno que se prostituye para comprar droga, o con un actor teatral que destroza al género femenino con las armas de un tratado sociológico, ni tampoco con Daniel Plainview, que presenta en todas las reuniones a un niño como su hijo para mostrar una imagen familiar puramente demagógica.
Finalmente, me permitiré una pequeña profecía: la frase “He abandonado a mi hijo!!!” en labios del iracundo Plainview, pasará a la historia.
Aparte de ser una gran película, Petróleo sangriento es un estupendo retrato de cómo se gestó esta última parte de la historia, y qué herramientas usó el hombre para ello. No las ideales, como de costumbre.

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