martes, 28 de noviembre de 2006

 

CHOQUE DE ETNIAS... EN CLAVE FALLIDA


Crash (Paul Haggis, 2004) es una película “coral” más que se suma a sus contemporáneas Amores perros, 21 gramos, Magnolia, Noches de placer, Realmente amor, entre otras. Ganadora del Oscar a mejor película y guión (escrita y dirigida por el mismo guionista de la también premiada Million dollar baby), uno se pregunta si la gente de la Academia no habrá hecho la votación después del brindis. Veamos.
El tema principal, y hasta preponderante, de Crash es el choque de culturas y etnias en Los Ángeles, una de las metrópolis de la aldea global. El mayor defecto de la película es el tratamiento que hace del racismo en sus personajes, porque en este principio de siglo (y décadas antes también) la discriminación no funciona así, a flor de piel como se muestra, negros culpando a la sociedad blanca de sus penurias, blancos tratando a negros como completos marginales. Lamentablemente, la discriminación actual repta de manera mucho más sutil, ergo más peligrosa ya que es más complejo percibirla; las frases “negro de mierda” o “fucking nigger” se pronuncian puertas adentro o murmurando. En una de las historias también se trata el tema del inmigrante al que la adaptación se le hace casi imposible, lo que provoca el temor a lo desconocido, y el sentimiento de “defensa preventiva” tanto para el nativo como para el visitante: el residente de origen persa que es, intolerancia mediante, confundido con un árabe, y por lo tanto inevitablemente relacionado con Bin Laden. Para mayor referencia, tenemos el caso de Argentina, en donde a todo lo que venga de Medio Oriente lo llamamos “turco”. Asimismo, aún existen lugares en donde suponen que Río de Janeiro y Buenos Aires son ciudades de un mismo país.
Por otra parte, el hecho de que en una de las principales ciudades estadounidenses haya rastros de discriminación racial se relativiza bastante cuando en estos momentos hay grandes chances de que un afroamericano reemplace a Donkey Bush en la Casa Blanca.
Los relatos de Crash se dividen en dos partes, que no son otra cosa que dos días continuados aunque con una línea cronológica algo confusa. En la primera, los personajes hacen muestra de sus ideologías y consecuentes acciones respecto “al otro”. En la parte final, todos exhibirán las secuelas de haber pasado por distintas experiencias cuyo objetivo providencial sería darles un nuevo punto de vista respecto al mundo a su alrededor, pero los resultados son tan difusos que las consecuencias tienden a dirigirse a ese lugar en donde todo cambia para que todo siga igual.
Un Fiscal de Distrito diametralmente opuesto a la discriminación (aun después de que dos afroamericanos lo asaltaran a punta de pistola) pero que degenera esa línea de pensamiento utilizándola para sus aspiraciones políticas; su intolerante esposa, que ve amenazas donde no las hay, y que también ve seguridad donde no la hay. El delincuente negro, quien expresa tal odio hacia los blancos que no hace otra cosa que autodiscriminarse, tendrá su oportunidad de redención impidiendo un crimen mucho peor que los suyos, pero nada que ver con blancos ni negros. El policía de color que asimila “el difícil mundo de los negros” pero siente recelo de hacer pública la relación sentimental con su compañera mexicana; en medio, una ridícula charla telefónica: “mamá, no molestes, estoy teniendo sexo con una mujer blanca” (???). La historia más interesante podría ser la del iraní con grandes dificultades de adaptación (su hija ya nativa frecuentemente debe hacer de traductora) que se la agarra con un honesto y humilde latino, bordeando la tragedia sin sentido. Un chino que va de víctima a victimario en lo que se tarda en robar una camioneta. Un director de televisión negro que agacha la cabeza por el lugar inferior que le da la sociedad de blancos, para indignación de su esposa… y para confusión del espectador. Un policía que muestra un racismo exacerbante (del tipo “claro, tenía que ser negro para hacer tal cosa”), más tarde también como el delincuente, tendrá oportunidad de redimirse, pero no haciendo otra cosa que su trabajo. Y su compañero que lo discrimina por discriminador, pasará por una desafortunada experiencia que en el guión pretende ponerlo a prueba, pero cuyo resultado no queda del todo claro.
El racismo y la discriminación no dejarán de existir ni en los personajes ni el resto de la sociedad, todos con esa pesada mochila que cargamos los humanos y que es nuestro temor a lo diferente, a lo desconocido. Lo que realmente nos distingue es cómo respondemos a ese temor, si al distinto le pegamos un tiro y después preguntamos, o si aceptamos que las diferencias antropológicas, religiosas, sexuales, etc. no son suficientes para tratar a alguien con otras características como “otro tipo de persona”. ¿O acaso las peores personas que conocimos en nuestras vidas no eran también blancos, cristianos y heterosexuales como nosotros mismos?

jueves, 23 de noviembre de 2006

 

EL COVER DE SPIELBERG


Antes que nada debo decir que cada vez que veo una película con Dakota Fanning, tengo la paranoica fantasía de que en algún momento de la filmación la pendeja tomará de rehenes a director, guionistas y productores para decir “haremos la película como yo quiera”. Esa nena es una pequeña maravilla que deja como postes a las últimas grandes apariciones infantiles (ahora drogones), Macaulay Culkin y Haley J. Osment. Con casi trece años, y después de haber hecho tándem con grandes como Sean Penn, Robert De Niro o Denzel Washington, lo único que queda por exigirle es que continúe su carrera en su adolescencia y después también, empresa que posee antecedentes peliagudos (como el de Judy Garland), cuando no imposibles (¿sabían que el rubiecito de La historia sin fin 2 terminó sus días ahorcándose?) y hasta desintegrados (la pubertad se llevó para siempre el enorme histrionismo de Shirley Temple), pero confiemos en la contención familiar, que no quede desorientada por tanta fama y dinero.
La niña Fanning coprotagoniza La guerra de los mundos, opus 23 del tío Steven, remake de la película homónima de 1953 y versión fílmica de la célebre novela de H.G. Wells (y que alguna vez el maestro Orson Welles supo aportarle MUCHO realismo en una ya inmortal transmisión radial de 1938). Tercera incursión del director en relatos sobre alienígenas, sólo que esta vez los extraterrestres no se comunican a través de la música ni tienen dedos luminosos con poderes curativos; la historia trata sobre una invasión desde el espacio con exterminación incluida, al mejor estilo Cortés o Pizarro, con la curiosa particularidad de que el ataque se inicia desde debajo de la tierra (explicación: maquinaria extraterrestre se encuentra oculta hace siglos y se activan por descargas eléctricas desde el espacio con pilotos incluidos). La historia se centra en la lucha de supervivencia de un padre divorciado (Tom Cruise) que deberá aprender a hacerse responsable por sus dos hijos nada menos que en el transcurso de una hecatombe mundial.
De más está halagar el despliegue de imágenes que solemos presenciar en las cintas de Spielberg que involucran ciencia ficción (Minority Report) y/o fantasía (Hook); las escenas de destrucción material y eliminación humana son espectaculares, con momentos que hacen recordar a la brillante media hora inicial de Rescatando al soldado Ryan; la fotografía del genial polaco Janusz Kaminski (compañero de emociones de SS desde La lista de Schindler) nuevamente se hace notar, por más que suele costar unos minutitos adaptarse a ella. Pero también debemos mencionar la conformación del nudo de relaciones entre los personajes de la misma familia. Curiosamente en las otras dos “películas de extraterrestres” también se relataba un prólogo de convivencia doméstica con sus respectivos conflictos: la madre divorciada con sus revoltosos hijos en ET, el padre de familia que se resigna a la rutina de Encuentros cercanos… y luego el consecuente quiebre con la aparición del elemento externo (más externo imposible). Spielberg desarrolló esta cuestión familiar con relativo éxito en Atrápame si puedes.
En cuanto a las inevitables comparaciones con la versión de 1953, no hay mucho que agregar: en este caso la remake es bastante más lograda y hasta incluso se podría obviar recurrir a la antigua cinta, aunque, por esas ironías de la vida, la primera superó en un punto a la presente ya que se llevó el Oscar a efectos especiales. Los cincuenta y dos años de diferencia también se hacen notar en la trama, por ejemplo, en la versión de 1953, los protagonistas lograban informarse de la situación mediante las fuerzas militares desplegadas para combatir al enemigo espacial, mientras que en el film de 2005, Tom Cruise recibe valiosos datos de una intrépida periodista y un refugiado con delirios apocalípticos (un sombrío Tim Robbins, cercano al de Arlington Road). Hablando de Tom, éste luce nuevamente bien explotado por Spielberg; tanto en Minority Report como en La guerra de los mundos la sucesión de eventos no le deja espacio para esas sonrisitas de guacho pistola (uno imagina una eventual charla en la que el director le dice “negro, acá se viene a laburar”).
En la columna del debe, podemos anotar que ambas películas caen en los mismos defectos de información incompleta respecto a la amenaza enemiga, y la falta de un quiebre significativo en la odisea de los protagonistas, algo que es muy necesario para que el espectador se inmiscuya del todo en la historia relatada.
Steven Spielberg se convirtió en uno más de los que integran esta desmesurada ola de remakes provenientes de Hollywood, aunque a estas alturas podemos afirmar que es el responsable de la única de estas versiones modelo XXI que en muchos puntos mejora a la original. Una razón más para admirarlo, aunque sea a regañadientes.
Y aguante Dakota Fanning.

lunes, 13 de noviembre de 2006

 

IGUALES PERO DISTINTOS

En los últimos diez años conocimos dos directores con nombres exactamente iguales pero con obras casi diametralmente opuestas. Esto fue hasta que uno de los dos Paul Anderson decidió incluir su segundo nombre, Thomas, o la inicial del mismo en sus películas; para no ser menos, el otro incluyó un par de letras también. ¿La diferencia? Paul W. S. entretiene, Paul T. le da alegría a los corazones amantes del cine.
El inglés Paul W. S. Anderson se dio a conocer en 1995 con Mortal Kombat, basada en el popular videojuego (ese que permitía producir creativas mutilaciones apretando todos los botones del joystick); la película confirmó la regla según la cual las versiones fílmicas de jueguitos suelen mostrar resultados muy inferiores (por no decir paupérrimos), regla que el propio Anderson más tarde se encargaría de refutar. Pero antes quedaría a cargo de un par de interesantes producciones futuristas: Event Horizon, la nave de la muerte (1997), cercana a Alien pero con una vuelta de tuerca metafísica y una efectiva dosis de terror en esos rostros con ojos recién extirpados. La otra era El último soldado (1998), similar a Soldado universal (Roland Emmerich, 1992), pero mucho mejor, y además con viajes interplanetarios y un Kurt Russell con su pequeño talento (acertadamente) alejado de Carpenter.
El punto más alto de Paul W. S. llegaría de la mano de otro videojuego. Resident Evil no es otra cosa que una más de esas películas con gente-encerrada-por-algo-o-alguien-que-los-va-matando-uno-por-uno, pero con elementos que la ayudan a escapar del convencionalismo y le agregan emoción a la trama, el héroe (heroína) amnésico, las secuelas de una fugaz relación sentimental y el enemigo que no tiene una forma definida y no se lo conoce sino hasta el desenlace del film. Tampoco Resident Evil es la gran película pero sí es bastante superior a muchas de su género. El propio Anderson se encargó del guión de la segunda parte (no así de la dirección).
Si bien su hasta ahora última película es algo floja, mejora con dignidad las expectativas que produce el guiso de mezclar dos personajes de sagas distintas como Alien y Depredador, ya desde su trama, que a la vez funciona como segunda secuela de la serie Depredador y como precuela de Alien (incluso mostrando en Lance Henriksen al modelo humano de los futuros androides lechosos). Esto en cuanto a Paul W. S. Anderson que, como vemos, queda encasillado para bien, en el género mencionado.

Paul T. nos mostró hasta ahora tres brillantes obras que él mismo se encargó de escribir, producir y dirigir, lo que lo estaría convirtiendo en uno de los mejores realizadores de su generación. Boogie nights (1997) es una película coral (de esas con varias historias entrelazadas) basada en un corto del mismo Anderson de 1988 y a la vez en la vida del mítico John Holmes (y su herramienta de 33 cm), ambientada en el mundo porno antes de la aparición del sida, o sea, fines de los ’70 y principios de los ’80; su calidad argumental es tan grande que no depende demasiado de las consabidas escenas sexuales. Burt Reynolds resucita después de haber pasado vergüenza en Striptease y Julianne Moore se recibe de gran actriz. Integra el top 100 de este mismo blog.
Magnolia (1999) es otro fantástico film coral que produjo un curioso pero no inesperado resultado: es un referente cultural de la presente década, como lo fue Pulp Fiction en los ’90. La razón más inmediata bien puede ser la habilidad de Paul T. para combinar y relacionar personalidades, comportamientos y acciones de los protagonistas de las nueve historias (que en realidad son una sola). Una vez más, el despliegue escénico de Moore cumple con creces, mientras que el histrionismo de cotillón de Tom Cruise queda perfectamente subordinado al guión. Philip Seymour Hoffman (actor en común en las tres películas) le agrega otro ladrillito a su sólida carrera. Y el final, inesperado tanto para personajes como para espectadores, pero necesario a la postre.
Embriagados de amor (2002) es responsable de un pequeño milagro: muchos no estadounidenses disfrutamos un protagónico de Adam Sandler, a la vez que los pocos tímidos y cortos en materia sentimental que quedamos en el mundo nos sentimos identificados con esa persona que recibe el regalo del amor y está dispuesta a protegerlo y no perderlo, como el tesoro más valioso que se pueda imaginar. Es que, ya sabemos, se siente muy bien esa embriaguez, y Paul T. le pone las palabras y las imágenes justas. Eso también se siente muy bien: ver esta película.
Paul Thomas Anderson es de los grosos, de esos a quienes esperamos reencontrar en la próxima película. Respeto y admiración hacia él desde este humilde pero importante espacio.

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