jueves, 27 de julio de 2006

 

PODER ES QUERER (y sólo eso)


En abril de 1945, aunque duraría cuatro meses más, la Segunda Guerra Mundial ya estaba definida en favor de los Países Aliados, tanto que las muertes de grandes protagonistas de la misma fueron casi una formalidad, pero por supuesto tuvieron un significado particular.
En la película alemana La caída (Oliver Hirschbiegel, 2004), se retratan con sorprendente exactitud y realismo los últimos días de Adolf Hitler y su imperio, el último de la historia que se pudo palpar en expansión territorial (en cambio, el que vivimos en la actualidad se puede ver en todos lados menos en los mapas); derrota que ya todos conocían menos el propio dictador, que ordenaba fantasiosos contraataques cuando le caían bombas a metros de su humanidad (sí, era humano).
Lo curioso de la situación fue que dieciocho días antes de que Hitler (por fin) decidiera suicidarse, el hombre que con su intervención decretó el comienzo del fin nazi también moría, pero siendo consciente de la victoria. Me refiero a Franklin D. Roosevelt, el presidente que todos quisiéramos tener, y que durante sus múltiples presidencias elevara a Estados Unidos al nivel de superpotencia (sin que el poder se le subiera a la cabeza), el prólogo de lo que más tarde se tradujo en imperio… y ahora es un mejunje globalizado, más nazi que los nazis. El hecho es que Roosevelt indefectiblemente atravesaba hacía tiempo ya el final de su vida, lo que se pudo apreciar en la Conferencia de Yalta, dos meses antes de su muerte, cuando le dijo que sí a todas las pretensiones post guerra de Stalin, para desesperación de Churchill. Así y todo, más postrado que nunca y con un par de jugadores menos en su cabeza, permanecía erigido como la figura de poder que supo construir. Y aquí volvemos a Alemania.
El mayor logro de La caída es mostrar cómo los estertores del Tercer Reich se apoyaban en la imagen de poder que Hitler se formó por más de una década, con ese mesiánico poder de convencimiento hacia el desesperado pueblo alemán, deseoso de revertir el partido de ida de la Primera Guerra Mundial con la contundente revancha prometida por el führer. El castillo de poder que construyen ese tipo de figuras suele ser más grande que ellos mismos, pero por una cuestión biológica el poder no puede ser mayor que la vida misma; cuando llegás al punto de tener la manzana rodeada, el cuerpo hecho pelota por el Parkinson y el paso del tiempo y la mente en su punto máximo de desequilibrio, el poder es una mera ilusión de permanencia que no te sirve para un carajo. Alejandro Magno en pocos años había conquistado todo lo que se le pusiera enfrente, pero lo picó un mosquito (un mosquito!!!), se cagó muriendo y su imperio duró menos que un pedo en una canasta.
Volviendo a La caída, ésta se relata a través de los ojos de la tan mentada secretaria de Hitler, muerta en 2002 pero que antes plasmó sus impresiones de aquellos días en libro y documental. O sea que la película no termina con la muerte de Hitler y la romántica y voladora Eva Braun (como una decorativa María Antonieta) sino que se extiende hasta la rendición alemana ante el ejército soviético a cargo del mariscal Zhukov (otra figura fundamental de la Segunda Guerra, aunque muchas veces obviado); ergo, el título no se refiere a la caída de la figura de poder sino a la del poder mismo, por lo que es un film muy necesario y que todos debemos ver; tampoco estaría de más si se proyectara en las clases de historia de colegios y universidades.
Roosevelt murió habiendo capitalizado su poder a favor de una causa; Hitler se mató teniendo al poder como causa principal. ¿Quién ganó?

sábado, 15 de julio de 2006

 

FRAGMENTOS DE KATIE (cuidánosla, Tom)


Fragmentos de Abril es como se dio a conocer la película a la que me referiré (Pieces of April), dirigida por el debutante Peter Hedges (guionista de ¿A quién ama Gilbert Grape? y Un gran chico). Película chiquita en duración (hora y cuarto) pero grande en corazón, pretensiones y resultado.
El argumento de base es bastante simple: la típica cena de Acción de Gracias (algo así como una prenavidad), pero no en la casa familiar sino en el departamento suburbano de la hija pródiga, de quien el resto de sus congéneres tiene su propia opinión negativa formada ya hace tiempo. No es una cena más ya que podría ser la última para la madre, quien está siendo devorada (literalmente) por el cáncer, a la vez que es ella misma la que funciona en la película como una represa hidroeléctrica generadora de humor negro, papel a cargo de la súper eficiente (y nunca tenida en cuenta a la hora de entregar premios) Patricia Clarkson (Los intocables, Milagros inesperados, Dogville, Buenas noches y buena suerte). Y la misma madre es la que aparece como principal crítica de su hija April, bordeando el desprecio. El cuadro familiar se completa con el padre gordito y bonachón en clave conciliadora y componedora; hermano y hermana menores de April, conscientes de la cercana desaparición física de su madre y colaborando bastante para alivianar el trámite (a la vez que se preguntan si su hermana mayor los podrá equiparar en ese menester), y la abuela en el rinconcito, llegada ya al grado de senilidad en el que alguien debe informarle lo que pasó dos minutos antes.
Por el otro lado está la bombardeada April, deseosa de hacer buena letra pero con un dejo de sospecha realista de que al final no logrará satisfacer a su familia; es la encargada de cocinar el pavo… por primera vez, y sola, ya que su novio concubino también quiere dar una buena impresión y mejorar su apariencia (alguna reminiscencia a ¿Sabes quién viene a cenar? debido a la insignificante diferencia étnica), aunque acechado por la ley de Murphy. En algo tan simple como preparar una cena es donde surgirá el sentimiento de unión del que April saldrá enriquecida, y el pavo también. April está en la piel de Katie Holmes, quien se muestra lúcida y sorprendentemente sólida; ya no queda nada de aquella adolescente del culebrón Dawson’s Creek para quien su sentido de actuación era sólo torcer la boca (por aquella época ya había mostrado un trabajo convincente en Perturbados). En una de esas el milagro se logra y puede enseñarle algo de la profesión a su marido Cruise.
Madre e hija, una moviéndose sobre ruedas, otra sobre escaleras, avanzan hacia el postergado (y quizás último) encuentro, por más que no tengan el tema muy en claro. Sus únicas certezas son que nadie te enseña a ser madre, ni nadie te enseña a ser hija.

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