martes, 31 de julio de 2007

 

ADIÓS (con las mejores intenciones del cine)


Ingmar “Nacho” Bergman está muerto. Al igual que Tataglia, Barzini, Mo Green, las cabezas de las 5 familias. Nos dejó pronto, con tan sólo 89 años recién cumplidos, pero dicen sus allegados que murió en paz, en su casita de la isla de Farö. Recuerdo que él siempre me decía: “cualquier hispanoparlante boludo se piensa que la isla se llama así porque tenemos un faro y nada que ver, con los reflectores de las mansiones alcanza y sobra”. Así de espontáneo era Nacho, como lo llamábamos los amigos.
Se fue una de las glorias del cine, sin ningún lugar a dudas; lo que se dice un maestro de maestros, alguien que sentía de verdad el séptimo arte, como lo demostró en El séptimo sello (1957). Durante cuarenta años Nacho supo entregar una obra de arte tras otra, desde su prometedor guión de Tortura (Alf Sjöberg, 1944) y su debut detrás de las cámaras con Crisis (1946), hasta aquella maravilla que fue Fanny y Alexander (1982), muchos dicen que estaba buena pero que era muy larga (“para estar tres horas sentado voy a ver Titanic”, supe escuchar)… eso es porque no les pasó lo que a mí: una tarde estábamos con Nacho tomando una cerveza en un barcito de Goteborg y de pronto me dice “no querés ver la versión para TV de Fanny y Alexander?”. Yo acepté encantado, pero sin saber que la versión televisiva era de cinco horas y doce minutos, así que pasado ese tiempo me tuve que dibujar la raya del culo, mientras le agradecía a la esposa de Nacho las albóndigas suecas (köttbullar) que me había convidado mientras veíamos la película. Después de Fanny y Alexander ya se dedicó de lleno a las películas para televisión, cosas de viejo chocho como se dice comúnmente, lo que no quita que nos haya entregado una estupenda y amena visión autobiográfica en Con las mejores intenciones (Bille August, 1992) y Saraband (2003), la continuación de Escenas de la vida conyugal (1973), que pudimos ver en los cines argentinos la temporada pasada, lo que provocó comentarios del tipo “Bergman está vivo todavía?”.
De más está mencionar el resto de su obra, el legado que nos dejó para siempre ahora que se fue siendo tan joven; si no viste nada de Bergman, fijate en Internet, elegí una que seguro es por lo menos buenísima. Si querés llevarte por estadísticas, las tres veces que fue nominado al Oscar, La fuente de la doncella (1960), Detrás de un vidrio oscuro (1961) y la ya nombrada Fanny y Alexander, se llevaron la estatuilla, como Cuando huye el día (1957) se alzó con el Oso de Oro en Berlin y con el premio mayor en Mar del Plata, entre otros tantos premios para el resto de sus filmes. Es muy válido que se diga esto en Argentina, uno de los pocos países en donde se le dio a su filmografía el valor que merece (quizás por la misma razón por la que nuestros psicólogos se llenan de guita); menos mal que el analfabetismo de las sucesivas dictaduras sólo alcanzó para que El silencio (1963) fuera prohibida… para menores de 22 años. Si me preguntan, mi favorita es Persona (1966), pero no quiere decir que sea la mejor. La que a él más le gustaba y le parecía su mejor película por lejos, era una de las menos conocidas, Luz de invierno (1962). En 2005 la revista Time lo calificó como el más grande director de cine vivo. Ahora tendrán una difícil tarea para cambiar el nombre.
Nacho Bergman tenía sus cosas. No sólo por sus cuatro divorcios, sino que, por ejemplo, no le agradaba cuando alguien le preguntaba si tenía algún parentesco con Ingrid Bergman: “no tengo nada que ver con esa borracha falopera”, solía responder. En una ocasión nos encontrábamos en un comedor de Malmö cenando räksallad (ensalada de camarones) cuando me dijo “Lucas, acá en Suecia los Bergman somos como los Ríos en Argentina, por eso la confusión”. En esa misma oportunidad descubrí que, así como sabía una guasada de cine, en otras materias no era muy fuerte. Mientras venían los postres me dijo "a esos chicos nuevos que salieron, Abba, no les veo mucho futuro", y después agregó "pero las minas están buenas".
Solíamos tener nuestras discrepancias en materia de cine: mientras yo defendía a Orson Welles, él se despachaba con que era un “gordo roñoso que se hacía el pistola pero no sabía ni actuar ni filmar” y que su obra cumbre, El ciudadano, “era un embole”. Lo mismo sobre Jean-Luc Godard: “es un aburrido de mierda y un chanta que hace películas que no se entienden un carajo y son para los críticos nomás”. Un día estábamos en un bodegón de Estocolmo dándonos una panzada de tomatstill (arenque en salsa de tomate), cuando me contó que “cuando ese boludazo de Godard vino a Suecia a filmar Masculino Femenino, me daban ganar de echarlo a patadas en el culo”. Claro que teníamos nuestros puntos en común, como la idea de que Antonioni “es un dormido”, y en enaltecer a Coppola y Scorsese; de las última películas estadounidenses que le mostré, le encantaron como a mí Traffic, Belleza americana y Magnolia.
Otras cosas también nos unían aparte del amor al cine, los dos somos de cáncer, fans de Roxette, hijos de curas e hinchas del Uppsala FC. En 2002 me llamó una madrugada burlándose de que Suecia había eliminado a Argentina del mundial, ahí lo mandé a la puta que remil parió y no nos volvimos a hablar hasta 2005, cuando cortésmente lo llamé para felicitarlo por lo de Time, justo estaba tomando una artsoppa (sopa de cerdo y legumbres), y de paso me recomendó Saraband. A principios de este año, cuando se estaba recuperando de la operación de cadera, me invitó a Farö para tomarnos unas copas de aquavi (aguardiente de papa) y charlar sobre las cosas de la vida, como las mujeres, ahí fue cuando me contó que “Liv Ullman es una frígida de mierda, no la calentás ni con un reactor nuclear, pero en esa época estaba para darle y le di”.
De mi gran amigo Nacho Bergman no hay mucho más para decir, hay sin embargo, todo para ver, o volver a ver. En estos momentos le podría estar haciendo un primer plano a Dios, si no fuera porque era un ateo hijo de puta.

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