viernes, 21 de abril de 2006

 

UNA REMAKE QUE ESTÁ BUENA



En 1962 el Muro de Berlin estaba recién estrenado, Kennedy seguía vivo, Castro se enquistaba en el poder y en Argentina el poder no estaba en la Casa Rosada sino en los cuarteles. Ese año se estrena El embajador del miedo (The Manchurian candidate), de John Frankenheimer y con Frank Sinatra como protagonista. Un pelotón de soldados estadounidenses es capturado durante la guerra de Corea para ser sometidos a procesos de lavado cerebral. Por supuesto, tras la guerra ninguno de ellos recuerda lo sucedido, pero todos tienen el mismo sueño recurrente que los atormenta y en algunos casos los lleva hasta el suicidio. Pero esta trama deriva en una temática mucho más controversial e inquietante: el enemigo no sólo es chino comunista, sino también interno, de la misma nacionalidad que los protagonistas. Paranoia que se sentía a ambos lados de la Cortina de Hierro.
La película fue un fracaso comercial y pasó sin pena ni gloria, pero fue altamente reconocida por la crítica especializada ya que, bueno, en realidad es un excelente film, pese a las fallas de montaje, sonido, efectos y hasta de actuación; su fuerte es la historia en sí misma, mostrada en plena Guerra Fría. Gracias a esto fue reestrenada, recién en 1987, con mejor suerte en las taquillas.
En 2004 se iniciaban las construcciones de un Muro separatista en Jerusalén, Juan Pablo II seguía vivo, Castro seguía en el poder pero cada vez le importa a menos gente y el World Trade Center no existía (igual que en 1962); Iraq se parece cada vez más a Vietnam y una estación de tren junto a trescientas personas se llevaron al Más Allá al anterior gobierno español. Sumado a que se veían acrecentadas las posibilidades de que la Casa Blanca cambie de inquilino… o no.
En medio de todo este guiso (que ahora, en 2006, se puso peor) se estrena El embajador del miedo, sí, la remake, esta vez con Jonathan Demme detrás de la cámara (Casada con la mafia, El silencio de los inocentes, Philadelphia) y Denzel Washington a la cabeza del elenco. Por todos es conocida mi poca simpatía hacia esta mala costumbre de hacer de nuevo las grandes películas, pero en este caso creo que la idea fue buena.
Como todos sabemos, el mundo pegó un volantazo a partir de septiembre de 2001; el imperialismo reinante hace décadas esta vez está a cargo de una de esas figuras que aparecen en la historia y cuyo poder absoluto provoca tanto odio como temor, más por defecto (Hitler, Stalin, Napoleón, Julio César) que por virtud (Alejandro Magno, Genghis Khan). ¿Sabían que si enviamos un e-mail con las palabras “Al Qaeda” en el título, el mismo será rastreado por el FBI (aunque el título sea “Al Qaeda es una cagada”)? En este contexto es que el arte se manifiesta en su típico rol de “espejo” de la realidad. Bush es el tipo más peligroso del mundo, pero no el más poderoso, y eso se da a entender en El embajador del miedo: los malos ya no provienen de una potencia del lejano Este, sino que no tienen país, son una multinacional que tiene sus tentáculos bien afirmados en la cabeza del imperio de las cincuenta estrellas; un gobierno títere, quién lo diría.
Mientras se desarrolla la recta final de una campaña presidencial, en los medios se puede observar (en esa cintita de noticias que van pasando en la parte baja de la pantalla) cómo se van desarrollando los hechos en el exterior de Estados Unidos, en una ficción tristemente familiar y actual. La película aparece en formato de thriller político, un subgénero del que se puede apreciar un exponente (de los buenos)… una, o dos veces por década. Pero, como dijimos antes, no sólo ponderamos su alta calidad, sino el momento justo en el que aparece.
De todas maneras, no alcanzó. El arte no pudo vencer a la realidad y el terror reinará, por lo menos, cuatro años más.

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